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comicos ambulantes antiguos

Según la in- vestigación médica, la muerte obedeció a un ataque de apoplejía producido por un baño tomado después de una copiosa comida en la que la difunta se había bebido una botella de vino casi entera. -Entra tú solo -dijo de pronto Raskolni- kof-. La llevé yo de aquí para poder escuchar más cómodamente. Ellas aceptan con entusias- mo, se consideran muy honradas, etcétera..., y yo sigo visitándolas. ¡Us-. Se reunían y formaban enormes ejércitos para lanzarse unos contra otros, pero, apenas llegaban al campo de batalla, las tropas se dividían, se rompían las formaciones y los hombres se estrangulaban y devoraban unos a otros. -Pero las personas perfectamente sanas están en el mismo caso -observó Dunetchka, mirando a Zosimof con inquietud. No lo recuerdo. Este silencio, en el que había algo extraño, se prolongó no menos de diez minutos. Tenía la cabeza tan baja, que Raskolnikof no podía verle la cara. Las pongo en tus manos, Rasumikhine. Se oían gritos lejanos. La puerta del departamento de la patrona estaba cerrada. Y ¡cuán nobles son sus impulsos! Inmediata- mente -sólo había bajado tres escalones- oyó gran alboroto más abajo. Rodia se acerca al caballo y se coloca de- lante de él. En fin, no es esto lo que ahora importa. Su ficticio aplomo y el tono insolente que afectaba momentos antes habían desapare- cido. ¡Vente! -De seis a siete. Has de buscarte una distracción.» Pues yo soy un hombre taciturno. Ha sido sólo un momento de debilidad mental producido por la fiebre.» Y arrancó todo el forro del bolsillo izquierdo del pantalón. Me apuntarán con el dedo... No iré a ver a Por- firio. -¡Dios mío! -Sin embargo -continuó éste-, tengo razón, por lo menos en lo que concierne a cier- tos individuos, pues los hombres son muy dife- rentes unos de otros y nuestra única consejera digna de crédito es la práctica. Has dado en el clavo. do en su rincón, sin ver a nadie; que va vestido con andrajos y calzado con botas sin suelas..., este joven está en pie ante unos policías des- piadados que le mortifican con sus insolencias. En efecto, desde la ventana no he podido ver qué clase de papel era: en esto tiene usted razón. Le juro -continuó a media voz cuando hubieron salido- que ha estado a punto de pegarnos al doctor y a mí. un vaso para usted. ¡Eres un Romeo! Duran...te  un  año  entero  a...ca...ricié  a. Pero nadie daba muestras de compartir su buen humor. Una sensación nueva se apoderó de él con fuer- za irresistible, y su intensidad aumentaba por momentos. Comicos Ambulantes. Así estaba Sonia en aquel momento. El visitante se inclinó otra vez hasta to- car el suelo. Eso sólo el diablo lo sabía. -¡Ya salió aquello! -Su madre... -comenzó a decir Lujine. Él era esclavo. Me deja usted entrever que mi herma- no ha cometido un crimen. Después de lo que Piotr Pe- trovitch nos dice de ella en la carta, nos la pre- senta... No me cabe duda de que está enamora- do de ella. Aunque llegaran a detenerle, ¿cómo podrían confundirle? forzando la cerradura del arca, o simplemente participado en el robo. -pensó Raskolnikof-. Además, las apariencias son engañosas muchas veces. Ivanovna, por si tenía que empeñar algo. Y a otro lo echaron a puntapiés de una pastelería. A través de la nieve se percibe la luz de los faroles de gas... -No sé..., no sé... Perdone -balbuceó el paseante, tan alarmado por las extrañas pala- bras de Raskolnikof como por su aspecto. Su semblante dejó entrever cierta agitación. Y cuando, más tarde, acudía a su imaginación con perfecta nitidez, no comprendía cómo hab- ía podido desplegar tanta astucia en aquel momento en que su inteligencia parecía extin- guirse y su cuerpo paralizarse... Un instante después oyó que descorrían el cerrojo. Su sensibilidad es tal, que se funde como la cera. ¿qué significa esto? Los hombres y las cosas desaparecían. Dos lágrimas brotaron de sus ojos y quedaron pendientes de sus pestañas. -¡Subid! -¿Es que usted no puede hacer econom- ías, poner algún dinero a un lado? -Piensa lo que dices, Rodia; =replicó Avdotia Romanovna, con una cólera que consi- guió ahogar en seguida-. -Entendido; no lo olvidaré... Está usted temblando... No se preocupe, amigo mío: se cumplirán sus deseos. Yo me llamo Vrasumiv- kine y no Rasumikhine, como me llama todo el mundo. Los curio- sos le habían rodeado. ¡Yo lo pagaré todo! mujeres, un procedimiento que, aunque no en- gaña a nadie, es siempre de efecto seguro. La sirvienta lo miró atentamente y, una vez segura de que no estaba dormido, depositó la bujía en la mesa y luego fue dejando todo lo demás: el pan, la sal, la cuchara, el plato. ¡Y venís con el cigarrillo en la boca! Cerca de la puerta, ante la empalizada, había uno de esos canalillos que suelen verse en los edificios donde hay talleres. 15:45. Me he mudado a este barrio. Lebeziat- nikof corrió a reunirse con él. Pero fracasé desde el primer momento, y por eso me consi- deran un miserable. Temblando de pies a cabeza, le asió las manos convulsivamente y le miró con ojos de loca. -exclamó-. No se asustó al ver a Svidrigailof, sino que se limitó a mirarlo con una expresión de inconsciencia en sus grandes ojos negros, respirando profundamente de vez en cuando, como ocurre a los niños que, des- pués de haber llorado largamente, empiezan a consolarse y sólo de tarde en tarde le acometen de nuevo los sollozos. Lujine no había esperado esta invita- ción. -Sólo un hombre despreciable puede ser capaz de semejante acción -repuso Dunetchka con gesto brusco y desdeñoso. Llevaba una blusa y un chaleco de satén negro lleno de mugre, e iba sin corba- ta. Sin embargo... -Si tú hubieses dicho eso, él te habría contestado inmediatamente que no podía haber pintores en la casa dos días antes del crimen, y que, por lo tanto, tú habías ido allí el mismo día del suceso, de siete a ocho de la tarde. ¿No opina usted así? Permanecen petrificados y confusos el uno frente al otro. Era un juicio tal vez prematuro, pero él no se daba cuenta. 78 हज़ार views, 643 likes, 76 loves, 22 comments, 255 shares, Facebook Watch Videos from Mi Perú Huayno: Se acerca la #Navidad y que mejor alegrarte con La bibi Wantan de Papa Noel ,QEPD Bibi. El viejecito no contestó y. tardó un buen rato en comprender lo que le preguntaban, aunque sus vecinos habían em- pezado a zarandearlo para reírse a su costa. Para no dar la impresión de que quería esconderse, Raskolnikof movió los pies y refunfuñó unas palabras. To- davía debe de estar en el revoltijo de tu ropa de cama. La mi- sión del magistrado que interroga a un decla- rante es, dentro de su género, un arte, o algo parecido. Se arrojó sobre el hacha (pues era un hacha el brillante objeto), la sacó de debajo del banco, donde estaba entre dos leños, la colgó inmediatamente en el nudo corredizo, introdu- jo las manos en los bolsillos del gabán y salió de la garita. -Venga... Mire... Está completamente embriagada. Cuando pienso en lo que puede ocurrir esta noche en casa, se me hiela el co- razón. Su cabello se mantenía casi entera- mente libre de canas, y un hábil peluquero hab- ía conseguido rizarlo sin darle, como suele ocu- rrir en estos casos, el ridículo aspecto de una cabeza de marido alemán. -Nunca -respondió Dunia, también en voz baja. Cuando ya los hubiera con- tado todos, habría sacado un billete del segun- do millar y otro del quinto, por ejemplo, y habría rogado que me los cambiasen. A mi juicio, ese hombre es un genio, el genio del disimulo y de la astucia, un maestro de la coar- tada, por decirlo así, y, teniendo esto en cuenta, no hay que asombrarse de nada. -¿Qué persigue usted con su generosi- dad? Sí, sin conde- narlos... Pero es todavía más amargo que no se nos condene. -gimoteó la misma voz de antes, esta vez al lado de Afrosiniuchka-. contraído, con una expresión de espanto inde- cible. -Pero lo que ocurre -dijo Raskolnikof, fingiéndose confundido lo mejor que pudo- es que en este momento estoy tan mal de fondos, que ni siquiera tengo el dinero necesario para rescatar esas bagatelas. Estoy segura de que era él. Pues nuestras relaciones son las más singulares del mundo. Así, que el diablo se os lleve a todos. Un hombre que como usted se siente ofendido, herido, por lo que ocurrió ayer, y que, no obstante, es capaz de interesarse por la desgracia ajena: un hom- bre así, aunque sus actos constituyan un error social, es digno de estimación. ¿También tú lloras? La verdad siempre se encuentra; en cambio, la vida puede enterrarse para siem- pre. -He enviado a buscar un médico -dijo a Catalina Ivanovna-. No, usted no huirá, Ro- dion Romanovitch. Sin embargo, conoce a fondo su oficio. -Pero ¿qué te pasa? »Algunos resultan hasta cómicos. Raskolnikof se sentía profundamente agitado. Seguidamente dejó su almuerzo  y fue a sentarse de nuevo en el diván. El papel de  árbitro que me atribuyo debe sorprender a mi herma- no tanto como a usted. Finalmente, un caballero que en aquel momento entraba en la casa acompañado de una señora nos puso también de vuelta y media porque no los dejábamos pasar. ¡Escuche! Aunque no fueran más que tres, cada uno de ellos habría de tener más confianza en los otros que en si mismo, pues bastaría que cualquiera de ellos diera suelta a la lengua en un momento de embriaguez, para que todo se fuera abajo. Los ojos le dolían hasta el extremo de que no podía abrirlos. -Se comprende. -Sí, el cadáver llevaba demasiado tiem- po en casa y, con este calor, empezaba a oler. Pero no fran- queó el umbral sin antes observar a Sonia. -¡Qué importa! -preguntó Ra- sumikhine a Porfirio Petrovitch-. Aquel mismo día, entre seis y siete de la tarde, Raskolnikof se dirigía a la vivienda de su madre y de su hermana. Pero ella misma sentía como si le faltara la razón. Ma- ñana iré a ver a Porfirio, y te aseguro que esto se aclarará. -De ningún modo deben ustedes ir a ver a la patrona --exclamó Rasumikhine dirigién- dose a Pulqueria Alejandrovna-. Explicó la muerte de Lisbeth, que había sido hasta enton- ces un enigma. -Ich danke -respondió Luisa lvanovna en voz baja. Es un artículo pesimista, pero este pesimismo le va bien. Se hab- ía acercado en silencio y se había sentado junto a él. -Adiós, Rodia. Vendré alguna vez de noche, cuando nadie pueda verme.» ¿Comprende, comprende us- ted? nueve, y que Catalina Ivanovna pasó la noche arrodillada junto a su lecho. Eso no constituye ninguna prueba. Teniendo en cuenta que Avdotia Romanovna era pobre (¡Oh perdón!, no quería decir eso..., pero ¿qué importan las palabras si expresan nuestro pensamiento? El rostro de Raskolnikof aparecía cada vez más sombrío. Sólo abr- ía la boca para hacerle reproches. ted, Rodion Romanovitch! ¿Lo   ha   intentado? He observado en más de una ocasión que los yernos no suelen tener ca- riño a sus suegras, y yo no sólo no quiero ser una carga para nadie, sino que deseo vivir. ¡No, no lo consentiré!», ¿qué harás para impedirla? Una tarde extremadamente calurosa de principios de julio, un joven salió de la reduci- da habitación que tenía alquilada en la callejue- la de S... y, con paso lento e indeciso, se dirigió al puente K... Había tenido la suerte de no encontrarse con su patrona en la escalera. Con la llave en la mano, corrió hacia la puerta, la abrió pre- cipitadamente y salió a toda prisa. kof-. Se retuerce las manos, grita, corre hacia el viejo de barba blanca, que sacude la cabeza y parece condenar el espectáculo. Raskolnikof se incorporó. Eso demuestra que aún crees en la vida. -¡Sabes cuidarte! -¿Aun en el caso de que ese hombre o esa mujer estén ocupados en una necesidad urgente? ted y sólo para usted. -Nada de eso; yo no deliro -replicó Ras- kolnikof levantándose. ¡Yo, el. -¿Es que no gana usted dinero todos los días? -¿Seguirte...? Su madre y su hermana es- taban sentadas en el diván. Eran las diez de la mañana. Su inquisitiva  mirada turbó a Raskolnikof e incluso llegó a atemori- zarle. Ya veo que tiene usted prisa, pero le ruego que me conceda dos minutos. Le respondie- ron: Señor, ven y mira. Ayer, como estaba bebido, no pude poner freno a mi lengua y dije mil estupideces. La alusión inesperada de Porfirio al alquiler de la habitación le había paralizado de asombro. -Sigue usted mintiendo -dijo, esbozando una sonrisa de hastío y con voz lenta y débil-. Yo creo que, por el contrario, usted habría afirma- do, y se habría aferrado a su afirmación, que. He estado demasiado vehemente. Era pobre en extremo, orgulloso, altivo, y vivía encerrado en si mismo como si guardara un secreto. -Seguramente -dijo Zosimof a Rasumi- khine-, el asesino es uno de sus deudores. Raskolnikof abrió la revista y echó una mirada a su artículo. Pues cierren bien la puerta y no abran a nadie...  Volveré dentro de un cuarto de hora con noticias, y dentro de media hora con Zosimof. Desde entonces, apenas llego, la siento en mis rodillas y ya no la dejo marcharse. No hay que ser jamás uno mis- mo. Me parece que es esto lo que usted desea, ¿no? Boguemos, crucemos del mundo el confín; que hoy su triste cárcel quiebran     libres los diablos en fin, y con música y estruendo los condenados celebran, juntos cantando y bebiendo, un diabólico festín. Porfirio no ha creído en ningún momento en la culpabilidad de Mikolka después de la escena que hubo entre nosotros y que no admite más que una explicación.». Marmeladof había abierto los ojos y miraba con expresión inconsciente a Raskolni- kof, que estaba inclinado sobre él. Está tras- tornada, ¿no lo ha notado usted? También respecto a este punto se incli- naba por la negativa. Perdóneme, pero puedo asegu- rarle que las noticias que han llegado a usted sobre este punto no tienen la menor sombra de fundamento. Ella no había visto la fortaleza donde estaban encerrados, pero tenía noticias de que los presos vivían amontonados, en condiciones nada saludables y francamente horribles. Y dijo en voz alta, un tanto des- concertado: -Perdone que le haya molestado por tan poca cosa. Tenemos que ir a la avenida Nevsky... ¡Sonia, Sonia...! -preguntó, inquieto, Raskol- nikof, mientras echaba a andar al lado de Lebe- ziatnikof a toda prisa. »Supongamos que ese hombre miente... Me refiero al hombre desconocido de nuestro caso particular... Supongamos que miente, y de un modo magistral. ¿Es que no se acuerda de lo que hablaron ustedes cuando salí de la comisaría? -¿De qué se ríe? Añadió que Piotr Petrovitch le había dado. Todos suben a la carreta de Mikolka en- tre bromas y risas. Observó un momento aquella carita doliente, la besó y entregó el retrato a Dunia. Mi intención era única- mente tranquilizar su conciencia en el caso de que usted..., de que usted quisiera salvar a su hermano de buen grado, es decir, tal como yo le he propuesto. ¿Y adónde? Dijo al tabernero que le compensaría hablando de él en su próxima sátira. De pronto se acordó de que Raskolnikof le había anunciado su intención de ir a verla aquel mismo día, y pensó que tal vez fuera aquella misma mañana. No me ha hablado así por el simple placer de hacer ostentación de su fuerza. Hagamos un ensayo, en vez de limi- tarnos a dejar correr la imaginación.» Pero no había  podido  desempeñar  su  papel  hasta  el. -Pero ¿qué es esto? Juzguen ustedes mismos. posible: estoy tan débil, que me parece que voy a caer de un momento a otro. Una idea económica no ha sido nunca una incitación al crimen, y suponiendo... -¿Acaso no es cierto -le interrumpió Raskolnikof con voz trémula de cólera, pero llena a la vez de un  júbilo hostil que usted dijo a su novia, en el momento en que acababa de aceptar su petición, que lo que más le complac- ía de ella era su pobreza, pues Lo mejor es ca- sarse con una mujer pobre para poder dominar- la y recordarle el bien que se le ha hecho? Raskolnikof temblaba de pies a cabeza, y tan violentamente, que Porfirio Petrovitch no pudo menos de notarlo. Pues el semblante de ella es parecido. Cuando usted subía la escalera..., por cierto que creo que fue entre siete y ocho de la tarde, ¿no? Antes de ver al peletero no sabía nada. El joven franqueó el um- bral y entró en un vestíbulo oscuro, dividido en. Y todos los trazos, hasta los menores dentículos de la corola. Pero Raskolnikof estaba ya en la calle. Es desconfiado, escéptico, cínico. En una palabra, decidí emplear un método radical para empezar una nueva vida y ser indepen- diente... Esto es todo. bién las manchas rojas de sus mejillas. usted no se daba cuenta de lo que hacía. En ver- dad, era un rostro extraño. Tiene usted razón: le soy antipático. Quieren atraerme, cogerme desprevenido -pensó mientras se di- rigía a la escalera-. ¡Señor! Es un hombre acomodado y que no parece desagradar a las mujeres... No andan bien de dinero, ¿verdad? La madre de esos niños acaba de morir. Estaba tan débil, que le había costado gran trabajo llegar hasta allí. Aquel cuadro esplendoroso se le mostraba frío, algo así como ciego y sordo a la agitación de la vida... Esta triste y misteriosa impresión que invariable- mente recibía le desconcertaba, pero no se de- tenía a analizarla: siempre dejaba para más adelante la tarea de buscarle una explicación... Ahora recordaba aquellas incertidum- bres, aquellas vagas sensaciones, y este recuer- do, a su juicio, no era puramente casual. Desde el principio del incidente me he olido que había en todo esto alguna innoble intriga. -Yo no sé..., yo no sé nada -repuso Sonia con voz débil. ¡Y qué realidad, Dios mío! Echó sobre la mesa su gorra, adornada con una escarapela, y se sentó en un sillón. Otra cosa que podía de- ducirse era que Porfirio acababa de enterarse de su visita a la vivienda de las víctimas. «No es mi inteligencia la que me ayuda, sino el diablo», se dijo con una sonrisa extraña. Ya  comerá más tarde. ¡Tú sí que eres un imbécil, un vil agente de negocios, un infame...! Nastasia, incli- nada sobre él, seguía observándole atentamente y no se marchaba. Consistían en tres sillas viejas, más o menos cojas; una mesa pintada, que estaba en un rincón y sobre la cual se veían. -¡Yo qué sé! -También usted está temblando, Porfirio Petrovitch. Todo le daba vueltas; le dolía la cabeza a, «¡Esto es una celada! Cierto que algunos se entusiasman y cometen errores, pero debemos ser indulgentes con ellos. dos por los boquetes de las mangas. Comprendió que Sonia le pertenecía para siempre y que le seguiría a todas partes, aunque su destino le condujera al fin del mundo. ¡Ja, ja, ja! Catalina Ivanovna respondió desdeño- samente que todo el mundo conocía su propio origen y que en su diploma se decía con carac- teres de imprenta que era hija de un coronel, mientras que el padre de Amalia Ivanovna, en el caso de que existiera, debía de ser un lechero finés; pero que era más que probable que ella no tuviera padre, ya que nadie sabía aún cuál era su patronímico, es decir, si se llamaba Ama- lia Ivanovna o Amalia Ludwigovna. Dunia no se lo hizo repetir. Dada la amplitud de la prenda, que era un verdadero saco, no había peligro de que desde el exterior se viera lo que estaba haciendo aquella mano. A veces dice cosas en voz alta, entre gestos y ademanes, o permanece un rato parado en medio de la calle sin motivo alguno. Estaban en el penúltimo tramo, ante la puerta de la patrona, y desde allí se podía ver, en efecto, que en la habitación de Raskolnikof había luz. No digo esto por usted, que tiene una opinión personal y la  sostiene con toda franqueza. Hablemos de nuestro asunto. Pulqueria Alejandrovna se procuró la dirección de los dos niños salvados por su hijo y se empeñó en ir a verlos. -Rodia, hijo mío, mi primer hijo -decía entre sollozos-, ahora te veo como cuando eras niño y venías a besarme y a ofrecerme tus cari- cias. Se me conocía en toda la comarca. Y estos muebles, y todo lo que hay aquí, es de ellos. El cuarto era tan reducido, que quedó lleno cuando entraron los visitantes. Los había contado un día, cuan-. Se había puesto pálida y sentía en el co- razón una presión dolorosa. ¡Es preferible ahorcarse! De lo contrario, yo le aseguro que mañana mismo el gobernador general estará informado de su conducta. ¿cuántos  quedarían  verdaderamente  puros? Yo creo que va a llover, pero ¿qué importa? No, así no podía verse. No expondremos la serie de reflexiones que le Ilevaron a esta conclusión. Además, parecías muy preocupado por una de tus botas, seriamente preocupado. Todos los documentos judiciales están escritos en ese estilo. Me he quedado estupefacto al ver hace un rato, al pasar, esos preparativos, esas bebidas... Ha invitado a varias personas. 1 Augusto Ferrando dio a conocer varios integrantes a mediados de . Ya verás qué tipo tan interesante. Además, ustedes no pueden quedarse en el piso de la patrona. No creas que lloro: estas lágrimas son de alegría. Ya te he dicho mil veces... -Ilia Petrovitch... -repitió el secretario, con acento significativo. ¿Y qué podía impor- tarle la comida, aquella sopa de coles donde nadaban las cucarachas? Allí estaban los dos, tristes y abatidos, como náufragos arrojados por el temporal a una costa desolada. Tú les dedicarás toda tu vida, to- do tu porvenir, pero cuando hayas terminado. tancia en el piso... Sí, había estado abierta. Pero en seguida se dio cuenta de que Andrés Simonovitch no era sino un pobre hombre, una verdadera mediocridad. El camarero le trajo el té y los demás pe- riódicos. La extraña habitación estaba casi vacía de muebles. La lección que ha recibido hoy en el Palacio de Cristal ha sido el colmo de la maestría. No me acordaba de tu dirección actual, o tal vez, y esto es lo más probable, nunca la supe. A la derecha, en un rincón, estaba la cama, y entre ésta y la puerta había una silla. Koch y  Pestriakof...  Por muy poco que le afecte a uno el asunto, uno no puede menos de sublevarse ante una investigación conducida tan torpemente. Svidrigailof le inquietaba de un modo especial. Había recorrido muchas veces aque- lla callejuela. ¿No era preferible ir a cualquier lugar lejano, a las islas, por ejemplo, buscar un sitio solitario en el interior de un bosque y enterrar las cosas al pie de un árbol, anotando cuidadosamente el lugar donde se hallaba el escondite? ¿Todavía quiere marcharse? Así es su amigo Zamiotof. -gruñó, mirándole con desprecio. -le incitó Raskolnikof mentalmente-. ¡Levántate ya! una vida nueva. Coge las riendas y su corpachón se instala en el pescante. «Pero ¿qué me ocurre? En verdad, la cosa no es para menos: ¡dar coces un caballo que apenas se sos- tiene sobre sus patas...! -Ahí tiene la llave. Pero, en fin, dígame, se lo ruego, qué es lo que ve usted de vergonzoso y vil en... Las letrinas, llamémoslas así. Aún estoy algo trastornado. Los habría anonadado. -Por nada del mundo me levantaré si no me dan ustedes la mano... Así. Se quedó in- móvil, helado de espanto... No, todo estaba en calma; sin duda, su oído le había engañado. ¡Qué crueles sufrimientos, y también qué profunda felicidad, llenaría aquellos siete años! Permaneció un momento sumido  en una especie de ensoñación mientras una sonrisa extraña, humilde e inconsciente erraba en sus labios. -exclamaba mientras su mu- jer le tiraba del pelo y lo sacudía. -le preguntó ruda- mente Rasumikhine-. ¿Debo seguir subiendo o no? Es- taba sentada ante su mesita, con los codos apo- yados en ella y la cara en las manos. -¿Verla? Así termina la escena. Por eso yo opino que la sus- cripción debe organizarse a espaldas de esa desgraciada viuda, para que sólo usted maneje el dinero. -Permítame, permítame. Confía en que yo me cansaré muy pronto de mi mujer y la dejaré plantada. Cambiar de una vez y aceptar el sufrimiento. ¿Dónde estaría? Otra cosa que me gustaría aclarar es hasta qué punto han sido francas una con otra aquel día decisivo, aquella noche y después de aquella noche. Sonia llegó al tercer piso, entró en un corredor y llamó en una puerta que ostentaba el, número 9 y dos palabras escritas con tiza: «Ka- pernaumof, sastre.». Me dicen que consi- deran mi visita como un gran honor. ¿Por qué lo trajiste? Raskolnikof sonrió. tras se iba con Zosimof-. La vecindad del Mercado Central, la multitud de obreros y artesanos amontonados en aquellos callejones y callejuelas del centro de. Pero quedaban aún infinidad de puntos por dilucidar, numerosos problemas por resolver. Hay que animarse. ¿Para quién fue la victo- ria? ¡Ya puedes llamar! -¡Lee! No hay que olvidar que las investigaciones empie- zan siempre por las estufas. Se levantó, lanzando un suspiro de alivio. No puede usted imaginarse cómo se enfureció cuando le dije que estaba completamente seguro de que ella había ido en busca del placer exactamente igual que yo. -exclamó Pulqueria Alejan- drovna apenas llegó con su hija a la calle-. Ahora celebro que haya muerto. Estas palabras, después de las excusas que el juez había presentado, sorprendieron e impresionaron profundamente a Raskolnikof, que empezó a temblar de pies a cabeza. «Un hombre joven, a juzgar por su voz», se dijo Raskolnikof inmediatamente. Raskolnikof se quedó tan estupefacto al ver tratar de aquel modo a la elegante dama, que se le cayó el papel que tenía en la mano. Es muy buena. Pero ¿habéis  medido bien la magnitud del sacrificio? -No -repuso Dunetchka vivamente-, porque comprendo que se ha expresado con ingenuidad casi infantil y que es poco hábil en el manejo de la pluma. El viento entró en el cuartucho, y Svidrigailof tuvo la sensación de que una helada escarcha cubría su rostro y su pecho, sólo protegido por la camisa. -Camaradas, gente joven, nuevas amis- tades en su mayoría. Porque le tengo verdadero afecto y sólo deseo su bien. -Sí. Debajo del paño había una pelliza de piel de liebre con forro rojo. -No, no lo sabía -repuso Svidrigailof con un gesto de asombro. He estado aquí otras veces. Su semblante recobró la expresión burlona que tenía hacía un momento. Por otra parte, los asistentes se mostra- ban sumamente excitados por las excesivas. Te advierto, Rodia, que todo esto lo hace expresamente. su camino. Temblaba ante su hermana mayor, que la tenía esclavizada; la hacía traba- jar noche y día, e incluso llegaba a pegarle. ¿Se acuerda usted de nuestras con- versaciones sobre este tema, en la terraza, des- pués de cenar? No comprende nada... -Óyeme, Sonia; no me burlo. Mira el resultado: esta niña es una caricatura... ¿Otra vez llorando? Se mordía los trémulos labios para contener los gritos que pugnaban por salir de su boca. Era un hombre dado a la crápula. Ya tuve el placer de conocerlo ayer -murmuró Lujine lanzando al estudiante una mirada de reojo y enmudecien- do después con las cejas fruncidas. Se oprimía el pecho con las cris- padas manos. -No lo permitiré, no lo permitiré -repetía Rodia maquinalmente. -Había planeado todo esto antes de su enfermedad --concluyó. -Parecen damas de la alta sociedad, pero esto no les impide tener la nariz chata -dijo de súbito un alegre  mujik que pasaba por allí con la blusa desabrochada y el rostro ensanchado por una sonrisa-. Hizo usted muy bien en aconsejarle que fuera a presentarse a la justicia: es el mejor partido que podría tomar... Pues bien,  cuando lo envíen a Siberia, usted lo acompañará, ¿no es así? La lectura de aquellas líneas le recordó todas las luchas que se habían librado en su alma duran- te los últimos meses. -¡Calma, señores! Pero en seguida recordó que no tenía otros, y se lo volvió a poner, echándose de nuevo a reír. Al quedarse solo cayó,  como  siempre, en un profundo ensimismamiento, y cuando llegó al puente se acodó en el pretil y se quedó mirando fijamente el agua del canal. -Fíjese usted en un detalle y dígame si no es curioso -exclamó-. No será difícil, porque el asunto está clarísimo. -Pues, al decir «sin esperanza», quiero decir «sabiendo que va uno a un fracaso». De nuevo podía luchar: tenía una posible salida. Yo sólo sé que los dos se- guimos la misma ruta y que únicamente tene- mos una meta. casa. El estribillo tenéis que repetirlo todos. Dos meses después, Dunetchka y Ra- sumikhine se casaron. -¿Que quién es el asesino? ¡Buen pretexto alegan! -Sobre este punto, nada se puede afir- mar. -Si yo hubiese tenido «eso» sobre la con- ciencia, seguramente habría dicho que había visto a los pintores, y el piso abierto -lijo Ras- kolnikof, dando muestras de mantener esta conversación con profunda desgana. Piotr Petrovitch, tenga la bondad de marcharse. No, no los vi. Este parece es lo mejor: Dunetchka se casa im-. Todo el mundo sabe  que Simón Zaharevitch ha tenido numerosos ami- gos y protectores. ¿Cómo puedes amar a un hombre tan cobarde? 유튜브 검색 엔진은 원하는 유튜버를 빨리 찾을수 있게 돕는 도구입니다. Su acreedor, en cambio, tiene entera libertad para poner en venta los bienes de usted y solicitar la aplicación de la ley. Esto pareció tan in- explicable a Dunia, que la joven llegó a sentirse verdaderamente alarmada. Pero usted, señor Luji- ne, ¿qué piensa de todo esto? Todo lo contrario. Yo no tuve la culpa. ¿qué habría pasado? ¿Por qué no? Ya no volveré al lado de ellas: la ruptura es definitiva. La cogió en sus brazos, la llevó a su habitación, la puso en la cama y empezó a des- nudarla. Parecía una niña, a pesar de sus dieciocho años, infantilidad que se reflejaba, de un modo casi cómico, en algunos de sus gestos. -Yo. ¿Por qué has hecho eso? Sonia advirtió, sorprendida, que el sem- blante de Raskolnikof se iluminaba súbitamen- te. Dicen que le dio una tremenda paliza. Esto está más que bien.». Yo sólo le hablé de un socorro temporal que se le entregaría por su condición de viuda de un funcionario muerto en servicio, y le advertí que tal socorro sólo podría recibirlo si contaba con influencias. La comida comenzó bajo los peores auspicios. ¿Y qué es- critor joven no ha empezado por...? Luego se alejó lentamente una docena de pasos y se detuvo de nuevo. con su empresa. Si Sonia Simonovna no ha regresado dentro de diez minutos y usted quiere hablar con ella, la enviaré a su casa esta misma tarde. De pronto se levantó empuñó el hacha y corrió a la habitación vecina. ¡Esa Amalia Ludwigovna...! Se inclinó sobre la piedra, la cogió con ambas manos por la parte de arriba, reunió todas sus fuerzas y consiguió darle la vuelta. Los demás se entre-. En efecto, era él y le acom- pañaba Zosimof. Finalmente, Dunia comprendió que mentir continuamente e inventar historia tras historia era demasiado difícil y decidió guardar un silencio absoluto sobre ciertos puntos. -¿Quién soy? -Tendrá que prestar usted declaración ante la policía -repuso Porfirio Petrovitch con acento perfectamente oficial-. Después ha dicho: «Vamos a la comisaría; allí lo contaré todo.» Y ha bajado con nosotros. -Espere, espere un momento. ¿Para qué? -exclamó Pulque- ria Alejandrovna-. Después se volvió lentamente, dirigió una mirada en torno a él y se pasó la mano por la frente. Se lo querían llevar. Si le llevan al hos- pital, morirá por el camino. Esos arreba- tos y esas faltas demuestran el ardor con que se lanzan al empeño, y también las dificultades, puramente materiales, verdad es, con que tro- piezan. -No exageres: yo daría dos bledos por ti. Le ruego que cierre esa puerta y no deje entrar a nadie. No pudo pronunciar una sola palabra. Esto será lo más noble... En fin, hasta más ver. -¿Nada más? remordimiento, ¡palabra! O orillas de un ancho río que discurre por tierras desiertas hay una ciudad, uno de los centros administrativos de Rusia. Se marchó. hermana y yo nos pasamos el día reflexionando sobre la cuestión. Al decir esto, la madre buscaba tímida- mente la mirada de su hija, deseosa de leer en su pensamiento. Sin embargo, sería preferible que viniera a verme a la comi- saría un día de éstos..., mañana, por ejemplo. Estoy dispuesto a presen- tarle mis excusas si en algo le he ofendido, pero hágase cargo: soy un estudiante enfermo y po- bre,  abrumado  por  la  miseria  -así  lo  dijo: «abrumado»-. No hace falta que me cuente lo que le ha dicho, pues lo sé muy bien. -Vámonos, mamá. -preguntó, e inmediatamente volvió a la realidad. Así se enteró Piotr Petrovitch de que la comida. Raskolnikof no perdió una sola palabra de la conversación y se enteró de ciertas cosas: Lisbeth era medio hermana de Alena (tuvieron madres diferentes) y mucho más joven que ella, pues tenía treinta y cinco años. Su agitación era tan profunda, que apenas podía articular las palabras. Entonces, súbitamente, Rasumikhine se detuvo y  dijo que, para darle más, tenía que consultar a Zo- simof. El mobiliario, decrépito, de madera clara, se componía de un sofá enorme, de res- paldo curvado, una mesa ovalada   colocada ante el sofá, un tocador con espejo, varias sillas adosadas a las paredes y dos o tres grabados sin ningún valor, que representaban señoritas alemanas, cada una con un pájaro en la mano. -exclamó Rasumi- khine, perdiendo la calma a su vez-: ¿Por qué saliste? Tiene usted ante sí una ver- dadera vida (¿quién sabe si todo lo ocurrido es en usted como un fuego de paja que se extingue rápidamente?). Comprendo su estado de ánimo, es decir, el estado de ánimo en que se hallaba aquel día pero no por eso deja de ser cierto que va usted a volverse loco, sin duda alguna, si sigue usted así. -¡Imposible! El portero empezó a insultarme, el segun- do portero hizo lo mismo; luego salió de la ga- rita la mujer del primer portero y se sumó a los insultos. Nastasiuchka, apártate y deja pasar al señor. Ahora hará que el otro le pague también y le dejará la mu- chacha: así terminará la cosa. Su pensamiento esta- ba en otra parte, cosa que Lebeziatnikof no. Según cuentan sus camaradas de Zaraisk, era un de- voto exaltado y quería retirarse también a una ermita. No era verdad; la verdad es la que te voy a contar ahora, en primer lugar porque nuestra suerte ha cambiado de pronto por la voluntad de Dios, y también porque así tendrás una prueba de lo mucho que te quiere tu her- mana y de la grandeza de su corazón. Y no digo esto como te dije ayer -añadió, dirigiéndose a Rasumikhine, mientras le estrechaba la mano afectuosamente. ¿Y por qué usted el otro día, cuando entré en su habitación, se hizo el dor- mido, estando despierto y bien despierto? Bien es verdad que yo no le considero brusco porque carezca de mundología. En lo que concierne al crimen, mantiene sus primeras declaraciones.»-Yo no sabía nada -insiste-, no supe nada hasta dos días después. Hablaba poco y, como ya hemos dicho, era humilde y tímida. Era como si alguien le llevara de la mano y le arrastrara con una fuerza irresistible, ciega, sobrehumana; como si un pico de sus ropas hubiera quedado prendido en un engranaje y él sintiera que su propio cuerpo iba a ser atrapado por las ruedas dentadas. ¿Qué dices a esto? Figúrate que  Svidrigailof,  el muy insensato, sentía desde hacía tiempo por Dunia una pasión que ocultaba bajo su actitud grosera y despectiva. -No, no; si le hubiera hablado de tubér- culos, ella no me habría comprendido. Vivía como con la mirada en el suelo, porque le era insoportable lo que podía percibir a su alrede- dor. Por lo tanto, debía de haber otras de- pendencias tras aquella pared. -continuó Porfirio Petrovitch, paseando una mirada por la habitación-. Debí ingresar en el ejército. Y dígame: ¿se me habría ocurrido pensar en todo esto, me habría hecho todas estas reflexiones si no le hubiera visto introducir el billete de cien rublos en el bolsillo de Sonia Simonovna? A veces nos ocurre que personas a las que no conocemos nos inspiran un interés súbi- to cuando las vemos por primera vez, incluso antes de cruzar una palabra con ellas. Entiéndame. Incluso su difunto padre le pedía a usted dinero para be- ber... Pero ¿qué van a hacer ahora? No había ningún sitio donde esconderse...  Volvió a subir a toda prisa. Usted no me ha comprendido. Además, me he bebido el champán que me quedaba en el vaso y se me ha subido a la cabe- za. Soy un pecador. Si no me fallase, ya sabría yo lo que tenemos que cantar. Entonces fijó su vista en los ojos de Raskolnikof, y rompió a reír con una risa prolongada y ner- viosa que sacudía todo su cuerpo. «¿A qué vienen esas mi- radas tiernas?, le pregunté. ¡Qué extraño era todo aquello! La semana pasada mismo, ocho días antes de mo- rir mi padre, fui mala con ella... Y así muchas veces... Ahora me paso el día acordándome de aquello, y ¡me da una pena! Al fin, Mitri consi- guió libertarse y echó a correr por la calle. Tengo los oídos tan llenos de toda esa palabrer- ía que no ceso de escuchar desde hace tres. Sólo veía la gran pared, ni siquiera blanqueada, de la casa de enfrente. ¿Qué te parece mi vestido? ¿No esperará un milagro...? De pronto se acordó de lo que Rodia le había dicho de Dunetchka, y creyó que el co- razón se le iba a paralizar. Yo contemplo el vestido, después la miro á ella a la cara, atentamente. ¡Canalla, monstruo! Simón Zaharevitch ha trabajado mucho y está cansado. Aunque concentrado en sí mis- mo y ajeno a cuanto le rodeaba -le explicaba Sonia en una carta-, miraba francamente y con entereza su nueva vida. Las fuerzas volvían a abandonarle, pero su contestación pareció sincera. -preguntó Sonia, emocionada, incluso trastor- nada por las palabras de Raskolnikof. Tiene un modo de mirarme al soslayo que me inflama la sangre. -Yo no grito; estoy hablando como debo. »-En las  Arenas,  en  casa  de  los  Kolo-. -Que se sospecha que es el autor del asesinato -dijo Rasumikhine, acalorado. No es fácil explicar cómo había nacido en el trastornado cerebro de Catalina Ivanovna la idea insensata de aquella comida. El que profería estos gritos acababa de salir de uno de los pisos inferiores y corría esca- leras abajo, no ya al galope, sino en tromba. Al fin, Rasumikhine y Dunia supieron (esta carta, como todas las últimas de Sonia, pareció a Dunia colmada de un terror angustio- so) que Raskolnikof huía de todo  el  mundo, que sus compañeros de prisión no le querían, que estaba pálido como un muerto y que pasa- ba días enteros sin pronunciar una sola palabra. Ya le decía yo que éramos dos cabezas ge- melas. Entonces vivíamos en un helado cuchitril. -¡Esto es un camarote! Pero no pudo soportar a su hermana de usted. Si, no le quepa duda de que lo. Sin duda, no me expreso con la amabilidad y deli- cadeza con que él se expresó, pues sólo he rete- nido la idea, no las palabras. Se echó en el diván y se cubrió con la colcha. ¡Dios  mío,  si  usted  lo  supiera! no es el traje! Como es natural, mi mujer contó a Avdotia Romanovna toda mi biografía. ¡No se puede obrar de ese modo! ¿Qué té pare- cen? Y si vengo mañana, te diré quién mató a Lisbeth. ¡Lo he visto, lo he visto, y estoy dis- puesto a afirmarlo bajo juramento! ¿Te has dado cuenta? Y agitó de nuevo los brazos con el gesto del que quiere rechazar algo. honestas (ya ve usted que yo mismo me adelan- to a enfrentarme con la acusación), pero consi- dere usted que soy un hombre et nihil huma- num... En una palabra, que soy susceptible de caer en una tentación, de enamorarme, pues esto no depende de nuestra voluntad. Son unos bribones y unos cobardes, Sonia... No iré. -Sí, yo -dijo Svidrigailof entre grandes carcajadas-. -Lo estoy: esas cosas sólo me inspiran desprecio -repuso Raskolnikof con gesto des- pectivo. -Deja que  te  dé  mi  bendición...  Así... Rodia se felicitaba de que nadie, ni si- quiera su hermana, estuviera presente en aque- lla entrevista. Parecía. La piel era blanca y sonrosada; los labios, de un rojo vivo; la barba, muy rubia; el cabello, también rubio y además espeso. Eran las once de la noche, y aun- que en aquella época del año no hubiera, por decirlo así, noche en Petersburgo, es lo cierto que la parte alta de la escalera estaba sumida en la más profunda oscuridad. Excepto el polaco, ningún inquilino había ido al cementerio. Catalina Ivanovna estaba pálida como una muerta y respiraba con dificultad. -Ya comprendo. Anhelaba librarse de estas preocupa- ciones, pero no sabía cómo podría conseguirlo. Hace un rato estabas sentado en el borde de la silla, cosa que no haces nunca, y parecías tener calambres en las piernas. Al fin algunos psicólogos  admitieron que podía no haber abierto la bolsa y haberse desprendido de ella sin saber lo que contenía, de lo cual se extrajo la conclusión de que el crimen se había cometido bajo la influencia de un ataque de locura pasajera: el culpable se había dejado llevar de la manía del asesinato y el robo, sin ningún fin interesado. Ven- ía a dar la extremaunción al moribundo. Experimentaba la nece- sidad de ver seres humanos. Se escogió como árbitro a Svidrigailof. Es agua clara, no sangre, lo que corre por vuestras venas. Había, verdad es, otros vinos, vodka, ron, oporto, todo de la peor cali- dad, pero en cantidad suficiente. En fin, ya, hemos llegado. Y ahora sé que quien es dueño de su voluntad y posee una inteligencia poderosa consigue fácilmente imponerse a los demás hombres; que el más osado es el que más razón tiene a los ojos ajenos; que quien desafía a los hombres y los desprecia conquista su respeto y llega a ser su legislador. Sométete, pues, misera- ble y temblorosa criatura." Y es que los hombres tenemos necesidad de ser compadecidos por alguien. Es demasiado inteligente para eso. En este momento se abrió la puerta y entró en la habitación un hombre alto y forni- do. Sus palabras eran claras y precisas, pero..., pero ¿era aquello posible? Nuestros amigos se apartaron de nosotras, nadie nos saludaba, e incluso sé de buena tinta que un grupo de empleadillos proyectaba contra noso- tras la mayor afrenta: embadurnar con brea la puerta de nuestra casa. res de la humanidad que se adueñaron del po- der en vez de heredarlo desde el principio de su carrera debieron ser entregados al suplicio. Y cuando la muchacha se dirigió a la puerta con el propósito de huir, en su ánimo se produjo súbitamente una especie de revolu- ción. Dunia recordaba perfectamente que, según Rodia le había dicho, su madre la había oído soñar en voz alta la noche que siguió a su conversación con Svidrigailof. En verdad, es muy comprensible. De aquí su odio instintivo a, la historia. Entonces, cuando aún vivía tu padre, tu presencia bastaba para consolarnos de nuestras penas. Y el terror que le dominaba poco antes volvió a apoderarse de él enteramente. Después todo volvió a quedar en silencio. ese matrimonio. Al fin,  la denuncia fue retirada, gracias a los esfuerzos y al dinero de Marfa Petrovna. Tal vez él mismo era padre de jóvenes bien educadas que habrían podido pasar por señoritas de buena familia y finos modales. El año pasado nos aseguró que iba a ingresar en un convento y estuvo afirmándolo durante dos meses. La obtuve el otro día como si el cielo me la hubiera enviado. Lo único que tienen son conjeturas gratuitas, su- posiciones sin fundamento. ¡Está cubierta de sangre! Sus ideas parecieron aclararse. ¡Miren! Pero entonces no dije nada y ahora no me arriesgaré a hacer la menor afirmación. Pero lo hace por otro; se vende por un ser querido. Sus labios y su barbilla empezaron a temblar de súbito, pero contuvo el llanto y bajó nuevamente los ojos. Dunetch- ka miró en torno de ella con desconfianza, pero no vio nada sospechoso en la colocación de los muebles ni en la disposición del local. Lo han traído aquí porque lo he dicho yo. Mamá ha dicho que no es éste un matrimonio de amor. El tra- pero Fediaev no vende de otro modo. -Es que usted, Piotr Petrovitch -dijo Pulqueria Alejandrovna, alentada por las pala- bras de su hija-, no hace más que acusar a Ro- dia. Es natural que sea un hom- bre bien relacionado. Dígame usted si no es una necedad contar una historia como esa del farmacéutico cuyo corazón estaba traspasado de espanto. Ligeras convulsio- nes sacudían los músculos de su cara. Lamento no saber me- dicina. Parecía joven y era la única del grupo que no inspiraba repugnancia. -continuó el oficial-, he aquí mi última palabra en lo que a ti concierne. Aquí se trata de que me eche una firma. El semblante del médico se ensombreció. Le cortaré las orejas al que mues- tre tales intenciones. ello (die Dame), y, en fin, que sería una medida prudente vigilar a las muchachas, de modo que no pudieran leer novelas por las noches. Catalina Ivanovna se limitaba a llevar el compás batiendo palmas con sus descarnadas manos cuando obligaba a Poletchka a cantar y a Lena y Kolia a bailar. A lo sumo, merecen que se les azote de vez en cuando para castigarlos por su desvío y hacerlos volver al redil. Esta feliz casualidad le enardeció extra- ordinariamente. Allí he estado durante toda la escena. Luego volvió rápidamente sobre sus pasos y de nuevo se sentó al lado de Raskolni- kof, tan cerca que sus cuerpos se rozaban. Temía que la policía estuviera ya tomando medidas contra él; que al cabo de media hora, o tal vez sólo de un cuarto, hubiera decidido se- guirle. En el jardín había un abeto escuálido, tres arbo- lillos más y una construcción que ostentaba el nombre de Vauxhall, pero que no era más que una taberna, donde también podía tomarse té. Nastasia se sintió incluso ofendida y em- pezó a zarandearlo. Sin duda, ya estaría usted informado de esto. Des- pués de marcharse ha vuelto. Pues no me acordaba... Pero entonces nada podía afirmar, porque aún no había visto a mi prometida y sólo se trataba de una intención. Desde luego, Piotr Petro- vitch no admitía en modo alguno la sinceridad de esta indiferencia, y  Lebeziatnikof, además de comprender esta actitud de Lujine se decía. Compren- do perfectamente el enojo que supone verse engañado cuando se está casado legalmente; pero esto no es sino una mísera consecuencia. Por lo tan- to, esa escalera conduce a la comisaría.». Esta huida casi coincidió con la salida de Lujine. Pero siéntese, amigo mío; siéntese, por el amor de Dios. -preguntó de pronto. La niña, en vez de contestarle, acercó a él su carita, contrayendo y adelantando los la- bios para darle un beso. Dicho esto, Porfirio Petrovitch adoptó una expresión francamente burlona. Te ofrece diez mil rublos, y dice que no es rico. -Si estuviera decidido a dar un paso así, tenga la seguridad de que no se lo diría a usted. De vez en cuando, al- guien se atrevía a entreabrir la puerta y le mi- raba y le amenazaba. «Sí, cueste lo que cueste», repetía con una energía desespe- rada, con una firmeza indómita. Les dijo que Rodia estaba enfermo, que necesitaba reposo; les ase- guró que volverían a verle y que él iría a visi- tarlas todos los días; que Rodia sufría mucho y no convenía irritarle; que él, Rasumikhine, lla- maría a un gran médico, al mejor de todos; que se celebraría una consulta... En fin, que, a partir de aquella noche, Rasumikhine fue para ellas un hijo y un hermano. Yo no soy más que un gusano atiborrado de estética. Se había colmado su paciencia. -¡No, no! Dicho en dos palabras, la cuestión que estudia el autor es la de si la mujer es un ser humano. Si la cosa va mal, yo les juro que voy a buscarlas y las traigo aquí; si la cosa va bien, ustedes se acuestan y ¡a dormir se ha di- cho...! ¿Loca yo? -Ven; tenemos que hablar -dijo Raskol- nikof a Rasumikhine, llevándoselo junto a la ventana. Le costaba gran tra- bajo mantenerse sobre sus piernas. Sería preferible arrojarse al agua de cabeza y terminar de una vez. Levantó la cabeza y advirtió que estaba a la puerta de. Nada de eso -repuso, mor- tificado, Rasumikhine. Así lo supongo. -exclamó profundamente sorprendida y como si le costara gran trabajo volver a la realidad-. Si está usted en posesión de su pleno juicio le entregaré treinta y cinco rublos que nuestra casa ha reci- bido de Atanasio Ivanovitch, el cual ha efec- tuado el envío por indicación de su madre. Sonia se detuvo en el umbral y, con los ojos desorbitados, empezó a pasear su mirada por la habitación. ¡Bueno, no me lo digas si no quieres! Y fue a acodarse en la ventana. -Es preciso, amigo Rodia -insistió Ra- sumikhine-. efecto de la anterior represión, resultó más es- trepitosa que las precedentes. llas. -¡Soy yo quien ha de decidir tener pa- ciencia o vender inmediatamente el objeto em- peñado, jovencito! -¿De dónde sales? Pero ¿cómo, si no tengo cerillas? Rasumikhine no tenía nada que  decir. Pero ¿se puede confiar en la pala- bra de un hombre que se halla en semejante estado? En un arranque de remordimiento, se arrojó en los brazos de Du-, nia y le suplicó que la perdonara. Fue premiada con una medalla de oro y un diploma. He cometido errores con usted, bien lo sé. -Bien, vendré -repuso Lisbeth, aunque todavía vacilante. -añadió, iracundo-: ¿Cómo es posible que tanta ignominia, tanta bajeza, se compaginen en ti con otros sentimientos tan opuestos, tan sagra- dos? -¡Claro! -Algo parecido puede decirse de la visi- ta de Rasumikhine. He sentido ver- dadero miedo cuando me ha mirado con sus extraños ojos. -Pues no -replicó Rasumikhine-. alboroto y curiosidad. Raskolnikof quedó pensativo. En vista de ello, hacen su- bir a una campesina de cara rubicunda, con muchos bordados en el vestido y muchas cuen- tas de colores en el tocado. Estas cuestiones de de- talle constituyen el escollo de los maliciosos. Po- letchka y yo cantaremos y batiremos palmas. Pero de súbito se sintió dominado por una especie de agitación febril, como si  una idea repentina e inquietante se hubiera apode- rado de él. Era evidente que alguien hacía al otro lado de la puerta lo mismo que él estaba haciendo por la parte exterior. Dunia (ahora ya puedo explicártelo todo, mi querido Rodia) había pe- dido esta suma especialmente para poder en-. En el momento en que usted le decía adiós en la puerta, mientras le tendía la mano derecha, ha deslizado con la izquierda en su bolsillo un papel. -Es inexplicable -dijo el médico en voz baja a Raskolnikof- que no haya quedado muer- to en el acto. -¡Alabado sea Dios! -Ya sabía yo que pondría usted el grito en el cielo, pero quiero hacerle saber, ante todo, que, aunque no soy rico, puedo desprenderme perfectamente de esos diez mil rublos, es decir, que no los necesito. Al mismo tiempo, se vengaba de mí, pues tenía motivos para pen- sar que la tranquilidad de espíritu y el honor de Sonia Simonovna me afectaban íntimamente. -preguntó Raskol- nikof tras una pausa. Rasumikhine estaba estupefacto. Raskolni- kof se acercó a la mesa y se sentó en la silla que ella acababa de dejar. Desde el día en que se vieron en casa de Raskolnikof, la imagen de la encantadora muchacha que tan humildemen- te la había saludado había quedado grabada en el alma de Dunia como una de las más bellas y puras que había visto en su vida. Lo que me saca de mis casillas es que, aún equivocándose, se creen infalibles. Raskolnikof se había estre- mecido, pero el juez instructor, atento al ciga- rrillo de Rasumikhine, no pareció haberlo no- tado. Un solo punto ha quedado en la oscuridad para. A Catalina Ivanovna le gustaron mucho, se los probó, se miró al espejo y dijo que eran precio- sos, preciosos. La prueba de que no hemos tomado sus palabras en mala parte es que estamos aquí. te expansionaras con Prascovia Pavlovna cuan- do veías en ella a tu futura suegra, pero..., te lo digo amistosamente, ahí está el quid de la cues- tión. No comprendía de dónde había sali-. Estuvimos a punto de ir en busca de Piotr Petrovitch para pedirle ayuda..., pues estábamos solas, completamente solas -terminó con acento quejumbroso. La sangre ha corrido siempre en oleadas sobre la tierra. Mi con- clusión es, en una palabra, que no sólo los grandes hombres, sino aquellos que se elevan, por poco que sea, por encima del nivel medio, y que son capaces de decir algo nuevo, son por naturaleza, e incluso inevitablemente, crimina- les, en un grado variable, como es natural. -La cuestión no se planteó en ese aspec- to -observó Porfirio. Por eso sólo me interesó hasta cierto punto. Y al intentar tender sus brazos hacia ella, perdió su punto de apoyo y cayó pesada- mente del diván, quedando con la faz contra el suelo. Conozco este detalle por usted mismo. Ha sido una verdadera demostración de valor. -¡Lee! -murmuró-. -se le escapó decir a Pulqueria Alejandrovna. Toda la familia vive amontona- da en una habitación, y la de Sonia está separa- da de ésta por un tabique... ¡Gente miserable y tartamuda...! -Creo que es él el que instruye el suma- rio de... de ese asesinato que comentabais ayer. Fue una idea que se deslizó furtiva- mente; una idea horrible, atroz y que los dos comprendieron... Rasumikhine se puso pálido como un muerto. rrado estaba, que él también sintió su corazón traspasado. Además, usted. La única explicación es que, como mujer apasionada y sensible, se enamoró de ella. ¿De dónde vamos a sacar ahora la comida? -Sonia Simonovna -rectificó Raskolni- kof-. ¿No te hace falta nada, Poletch- ka...? Acto seguido preguntó al visitante si había tomado el té, y, ante su respuesta negati- va, la madre y la hija le invitaron a tomarlo con ellas, ya que le habían esperado para desayu- narse. Es el salvador de Rodia, y si el doctor ha prometido pasar aquí la noche. Sufrir y llorar es también vivir. No sé lo que habrás trama- do, pero te llevarás un chasco mayúsculo. -gritó una vez más Raskolnikof. ¡Qué lista es esta muchacha! Te aprecia de veras. -exclamó, súbitamente aterrada-. Era el colmo de la abnegación: ésta era, por lo menos, la explicación que Raskolnikof daba a semejante detalle. Era el estudian- te, que estaba de vuelta. Se acercó a Zamiotof tanto como le fue posible y empezó. -Cálmese, señora, cálmese -dijo grave- mente-. Os presentan hasta el último momento un hombre con plumas de pavo real y no quieren ver más que el bien, nunca el mal, aunque esas plumas no sean sino el reverso de la medalla; no quie- ren llamar a las cosas por su nombre por ade- lantado; la sola idea de hacerlo les resulta inso-. -Le hablé muchas veces de «eso». Pero la visita anterior la hizo otro. Entre tanto, Rasumi- khine se había instalado en el diván, junto a él. No podían sorprenderle, porque no. Eso no cambia en nada la cuestión -exclamó Rasumikhine dando un. Pero se interrumpió de súbito. -Perdóneme -le interrumpió Rasumik- hine-. -¡Es un placer para mí, no un dolor! Usted sabe muy bien que esto sería para usted un descanso, ya que lo pide. Así, ustedes reci- birán noticias dos veces en el espacio de una hora: primero noticias mías y después noticias del doctor en persona. ¿Te lo ha explicado? A las dos: a Alena Ivanovna, la vieja bruja, y a Lisbeth Ivanovna, la belleza idiota... ¡Abrid de una vez, mujerucas...! -Ya veo que a ti también te gusta -dijo el oficial, echándose a reír. Últimamente se imaginó que iba a casarse y que todo estaba ya listo para la boda. Raskolnikof se levantó con un gran es- fuerzo. A un banco, cuyo personal es gente experta en el descubri- miento de toda clase de ardides. -¿Y en Dios? ¿Me   desprecian...? Yo sólo deseaba saber quién es usted, pues en estos últimos tiempos se han introducido en los negocios públicos tantos intrigantes, y esos desaprensivos han ensuciado de tal modo cuanto ha pasado por sus manos, que han for- mado a su alrededor un verdadero lodazal. Sin embargo, Alena. ¿Y delante de ellas? No creo que haga falta mucha inteli- gencia para comprenderla. Apenas entró en el agua, su- frió un ataque de apoplejía. La situa- ción se hacía insoportable. Raskolnikof, que no había abierto los ojos del todo, se apresuró a volver a cerrarlos. Se ha presentado una denuncia contra usted. -¿Qué ha hecho usted? Dirigió una mirada a Raskol- nikof, que estaba en pie junto a la pared. Ya en la escalera, recordó que las joyas robadas estaban aún donde las había puesto, detrás del papel despegado y roto de la pared de la habitación. 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